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Leonardo Grisanty se juramenta en la FP y proclama que Leonel es sinónimo de progreso

El 16 de agosto de 1996 Fernández recibió la banda presidencial con mandato hasta 2000. En su discurso inaugural, hizo un llamamiento a la unidad de las principales fuerzas políticas y reiteró su oferta de formar un Gobierno de concentración para vertebrar un proyecto nacional dominicano, aunque del PRD ya tenía el no por respuesta. En cuanto al PRSC, sí iba a integrarse en el Gabinete, pero en grado mínimo, impidiendo que pudiera hablarse de un Ejecutivo de coalición propiamente dicho. El flamante mandatario volvió a enumerar sus prioridades: modernizar el Estado y la estructura productiva; incentivar la pequeña y la mediana empresa, así como la inversión foránea, con un abanico de franquicias y estímulos fiscales; crear empleo y reducir los niveles de pobreza; salvaguardar la estabilidad macroeconómica sin dañar el poder adquisitivo de la población; combatir la corrupción a través de sendas reformas del sistema judicial y la Administración pública; y revisar las directrices de la política exterior y el servicio diplomático para conseguir una presencia más activa del país en los foros internacionales y los organismos multilaterales.

Tan amigo como era de cuadrar los números, Fernández no podía pasar por alto la relación de fuerzas parlamentarias. Los dos partidos del FPN sumaban 63 diputados sobre 120 y exactamente la mitad de los 30 senadores. Toda vez que los peledeístas sólo tenían 13 escaños en la Cámara baja y dependían completamente de sus socios socialcristianos para sacar adelante los proyectos de ley (al menos, hasta el final de la legislatura en 1998, cuando el Congreso sería renovado), en la nueva mayoría oficialista asomaba un cariz de precariedad e incertidumbre, ya que no se sabía el alcance del aval de Balaguer, o, viéndolo de otra manera, se desconocía hasta qué punto estaba dispuesto Fernández a concertar y, eventualmente, transigir.

Por de pronto, Fernández tomaba las riendas de un país de marcados claroscuros. Balaguer había dejado numerosos proyectos desarrollistas en curso, con muchas obras públicas centradas en la mejora de la red de carreteras y aeropuertos. El sector turístico, acogido al modelo de hotel y playa, y orientado a clientes de Europa y América con poder adquisitivo medio-alto, estaba en franca expansión y mostraba un potencial sin rival en el área caribeña. La pujanza de la construcción coadyuvaba a obtener un crecimiento del PIB de en torno al 7% anual. En cuanto a la inflación, empezaba a abandonar la lista de preocupaciones.

Pero el panorama estaba lejos de ser idílico. Además de la pobreza estructural en extensas capas de la población, estaban el alto desempleo (el 20%), el dogal de la deuda externa (4.300 millones de dólares) y los números rojos del erario público, con un bajo nivel de ingresos fiscales y, lo más grave, la virtual bancarrota en que se encontraban la Corporación Dominicana de Electricidad (CDE) y el Consejo Estatal del Azúcar (CEA), las empresas más emblemáticas del Estado. El CEA, otrora considerado el espinazo de la economía nacional, llevaba años resistiéndose del declive de las cosechas de caña (zafras), la disminución de sus ingresos en divisas, el coste de mantener en nómina a una plantilla hipertrofiada como consecuencia de los compromisos clientelistas del PRSC y las pérdidas ocasionadas por la corrupción. Arrastrando deudas por valor de 83 millones de dólares, este emporio había perdido incluso su capacidad de abastecer el mercado interno para poder mantener su cuota preferencial de exportación a Estados Unidos.

Los lastres estructurales de la CDE eran básicamente los mismos (obsolescencia de las instalaciones por la ausencia de inversiones, exceso de burocracia, ineficiencia y corrupción internas, deudas millonarias), pero su impacto social era mucho mayor porque repercutían directamente en el servicio que recibían los abonados, que eran toda la población. Debía hablarse, en realidad, de falta de servicio, ya que las plantas generadoras tenían por costumbre castigar a barriadas y ciudades enteras con apagones que podían durar un día o incluso más horas, de lo que no se libraban cientos de miles de habitantes de Santo Domingo. El suministro de energía en la República Dominicana era verdaderamente calamitoso, propio de los países menos desarrollados, hasta el extremo de limitar la capacidad productiva de las industrias. A mayor abundamiento, la corporación sólo facturaba la mitad de la energía que producía, llenando de cargas por subsidios a la tesorería pública. En la última presidencia de Balaguer, la CDE había estado debatiéndose entre acometer una drástica reestructuración en aras de la rentabilidad o venderse al capital privado. De hecho, tres distribuidoras privadas ya suplían hasta el 45% de la demanda de energía a través de las redes de la CDE, dependiendo de los niveles de producción de las centrales hidroeléctricas y de las unidades de generación de la propia firma estatal.

A la Administración de Fernández le faltó tiempo para decantarse por la segunda opción. El 18 de agosto, en su tercer día de vida, el Gobierno anunció un plan de privatización y reestructuración generales de la CDE, el CEA, la Corporación de Fomento de la Industria Hotelera (CORPHOTEL) y las 24 compañías que integraban la Corporación Dominicana de Empresas Estatales (CORDE), en el pasado pertenecientes al patrimonio personal del dictador Rafael Leonidas Trujillo Molina (1891-1961), la mitad de las cuales operaban con grandes déficits y la otra mitad ya habían suspendido toda actividad.

El presidente instó a los dos partidos mayoritarios que controlaban el Congreso a que trabajaran conjuntamente con el Gobierno y el PLD para la aprobación del nuevo marco legal de las citadas corporaciones. Los objetivos no eran otros que mejorar el suministro energético y liberar de gastos al Estado. El PRSC y el PRD tomaron en consideración el vasto proyecto, pero en cambio pusieron múltiples objeciones al primer borrador de los presupuestos del Estado de 1997 que les presentó el Ejecutivo, obligando a Fernández a negociar las oportunas correcciones. No transcurrió, pues, mucho tiempo hasta poder dictarse el acta de defunción del FPN. Es más, los socialcristianos, guiados por Balaguer con su celo habitual, tendieron a alinearse con los perredeístas, generando la imagen de un presidente atado de pies y manos por el Legislativo.

La campaña anticorrupción, una de las banderas políticas del PLD, conoció sus limitaciones tan pronto como apuntó al entorno de funcionarios que debían sus prebendas al balaguerismo.

Algo más de éxito tuvo el presidente en la extensión de su autoridad al estamento castrense, consiguiendo el cese de varios oficiales de alta graduación amonestados por asuntos de insubordinación o corrupción, así como el arresto, en marzo de 1997, de tres generales en la reserva, Joaquín Antonio Pou Castro, Salvador Lluberes Montás y José Isidoro Martínez González, por su presunta participación en el asesinato del periodista Orlando Martínez Howley en 1975, uno de los crímenes sin resolver de los ominosos doce años (1966-1978) de Balaguer.

Donde sí encontró Fernández el espíritu de consenso que reclamaba a los partidos fue en torno al plan de privatizaciones. Tras pasar el escrutinio de las dos cámaras del Congreso Nacional y obtener el respaldo unánime de la oposición, la llamada Ley General de Reforma de la Empresa Pública fue promulgada el 24 de junio de 1997 y a continuación se puso en marcha la Comisión de Reforma de la Empresa Pública (CREP) como el organismo encargado de conducir el proceso de capitalización. Pero los modos, mediante licitación, y los resultados de esta transformación histórica iban a ser harto discutibles, por no decir censurables.

Esta última valoración atañe sobre todo a la privatización de la CDE, que no fue total porque el Estado retuvo algunos servicios y se reservó una participación de capital en calidad de copropietario, a través de la nueva Corporación Dominicana de Empresas Eléctricas Estatales (CDEEE). El patrimonio de la antigua CDE fue dividido en tres áreas, generación, transmisión, y distribución y comercialización, permitiendo la entrada del capital privado en los ámbitos primero y tercero, y manteniendo el Estado la titularidad del segundo (así como las presas hidroeléctricas en la parte de generación). Se constituyeron dos empresas generadoras, EGE Haina y EGE Itabo, otorgadas al consorcio New Caribbean Investment, y tres de distribución, EDE Norte, EDE Sur y EDE Este (también llamadas Edenorte, Edesur y Edeeste), que fueron ganadas por dos transnacionales extranjeras, la española Unión Fenosa y la estadounidense AES Corporation. La CDEEE puso el 50% de capital de las EDE Norte y Sur, quedando la otra mitad en manos de Unión Fenosa.

La privatización de la CDE, consumada entre agosto y octubre de 1999, adquirió proporciones de fiasco, ya que las nuevas compañías energéticas se mostraron incapaces de garantizar el suministro. Los cortes de luz continuaron estando a la orden del día, prolongándose con frecuencia hasta 20 horas. Con todo, Fernández y su equipo, ya al final de su mandato, no se decidieron a tomar cartas en un asunto que presentaba las trazas de una estafa al Estado. Peor aún, las tarifas eran caras, todo lo cual concitó un sinfín de quejas por negligencia, abuso y desfachatez contra las compañías implicadas. Las distribuidoras replicaron defendiendo su derecho a cortar el suministro a los clientes morosos, en masa si era necesario, y exigiendo al Gobierno acciones vigorosas para impedir los robos a gran escala en la red eléctrica.

Al comenzar 1998, antes de completarse el proceso de privatizaciones y cuando Fernández se aproximaba al ecuador de su presidencia, la desazón estaba instalada en la calle. Fueron frecuentes los motines en los barrios populares por un hartazgo acumulado que no se nutría únicamente del desbarajuste eléctrico; también, de un suministro de agua deficiente, de las carencias en el transporte y otros servicios públicos, y de una subida incontrolada de precios que dejó la tasa de inflación de 1997 en el 9,6%, tres veces más que el año anterior. Las algaradas fueron reprimidas con severidad por unas fuerzas del orden proclives a reaccionar con brutalidad ante estas situaciones, aunque el Gobierno, para aquietar los ánimos, optó por autorizar importaciones urgentes de alimentos. En este sentido, la iniciativa presidencial de convocar, el 18 de noviembre de 1997, una mesa de Diálogo Nacional para integrar a la sociedad civil en la discusión de las grandes problemáticas del país no dio los frutos apetecidos.

Y sin embargo, el encarecimiento de la vida era el efecto indeseado de una coyuntura económica positiva en términos generales. La bonanza turística y constructora, el auge de la manufactura de exportación basada en las zonas francas industriales (cuyo número se incrementaba gracias a la acción del Gobierno) y el boom no menor de los servicios tecnológicos (hasta convertir a la República Dominica en un país puntero de América Latina en el desarrollo de las telecomunicaciones, creándose la paradoja de que mientras se levantaba una extensa y moderna red de telefonía y datos, el sistema eléctrico era presa del marasmo más desastroso), junto con la robustez de las remesas de divisas enviadas por la diáspora de emigrantes, se tradujeron en la obtención de las más altas tasas de crecimiento del continente: el 7,3% en 1996, el 8,2% en 1997, el 7% en 1998 y el 8,3% en 1999. En cambio, el sector agrícola no terminaba de levantar cabeza, hasta registrarse retrocesos generalizados en las exportaciones de azúcar, café y cacao al final del cuatrienio. Por todo lo anterior, empezaba a hablarse del "milagro económico del Caribe".

Con todo, el dominicano medio cargaba con las subidas de los precios de los alimentos y los combustibles. Había más trabajo que antes, pero en las clases populares se tendía a percibir como no equitativos los beneficios de la nueva prosperidad. En el terreno electoral este malestar se manifestó inapelablemente. En las legislativas del 16 de mayo de 1998, el PRD, beneficiado en añadidura por la corriente de simpatía que había levantado la muerte de Peña Gómez días atrás, se hizo con una mayoría absoluta de 83 escaños en la Cámara de Diputados (aumentada a los 149 miembros). El PLD metió 50 diputados y 4 senadores, lo que representaba una considerable ganancia con respecto a 1994 pero que en las actuales circunstancias sabía a derrota. El partido del poder vio frustradas sus esperanzas de obtener, no ya una mayoría suficiente para sacar adelante los presupuestos sin componendas, sino meramente el tercio de legisladores en ambas cámaras que permitiría a Fernández hacer valer su derecho de veto a las decisiones parlamentarias de la oposición.

Sin concesiones populistas y con estilo tecnocrático, tras los comicios de mayo de 1998 Fernández pisó el acelerador en sus políticas neoliberales, tal como eran calificadas por doquier. En el mes de junio, el Gobierno decidió una devaluación del peso del 8,5% para estimular las exportaciones, seguida en febrero de 1999 de la congelación de los gastos públicos para el resto del año. La gran economía siguió dando buenas noticias: en 1998 la inflación cayó por debajo del 5% y la subida del nivel de reservas internacionales del Banco Central permitió al Estado cumplir satisfactoriamente con los compromisos del servicio de la deuda externa, que se recortó hasta los 3.500 millones de dólares. La República Dominicana adquirió la fama de país solvente y de bajo riesgo para las inversiones de capìtal.

Antes de llegar al poder, Fernández había prometido dinamizar en los próximos cuatro años las relaciones exteriores de la República Dominicana. Pues bien, al finalizar el período, podía sacarse en limpio que los objetivos trazados en 1996 estaban cumplidos con creces, a tenor de una retahíla de éxitos diplomáticos y comerciales. En verdad, el estadista exudó activismo y se forjó un perfil bastante alto en política internacional, sintiéndose cómodo en un terreno sobre el que ya había asesorado en su partido e impartido magisterio en la universidad. De puertas afuera, Fernández fue considerado el "primer presidente moderno" de su país, haciéndose acreedor del elogio y el respeto generales.

Decidido a ensanchar los canales diplomáticos en todas las direcciones, Fernández intensificó la cooperación con España -cuyo presidente de Gobierno, el conservador José María Aznar, eligió precisamente la República Dominicana como el destino de su primer viaje al continente americano en septiembre de 1996-, participó en las cumbres iberoamericanas anuales y asistió como invitado a la cumbre de presidentes de los cinco países del Sistema de la Integración Centroamericana (SICA) celebrada en San José el 8 de mayo de 1997. A la cita en la capital costarricense también acudió el presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, quien un año más tarde, el 10 de junio de 1998, iba a recibir a Fernández en la Casa Blanca con carácter privado.

Entre el 5 y el 7 de noviembre de 1997 Santo Domingo fue el escenario de una cumbre especial con los presidentes de los siete estados centroamericanos dedicada a estudiar el inicio de negociaciones sobre un Tratado de Libre Comercio de bienes, servicios e inversiones entre el país caribeño y el istmo. Definido con suma rapidez, el TLC Centroamérica-República Dominicana fue firmado por Fernández y sus colegas en la misma ciudad el 16 de abril de 1998 y debía estar vigente para el 1 de enero de 1999, pero el proceso de ratificación, país por país, se ralentizó hasta el extremo de imposibilitar la entrada en servicio del tratado en la actual presidencia.

El presidente puso fin a esta desconexión histórica participando el 8 de julio de 1997 en Montego Bay, Jamaica, en la XVIII Cumbre de la Comunidad del Caribe (CARICOM), organización económica hasta entonces estrictamente anglosajona, y haciendo de anfitrión del 20 al 22 de agosto de 1998 en Santo Domingo de una cumbre especial del CARIFORO o Foro del Caribe de los Estados ACP (Asia, Caribe y Pacífico), esto es, signatarios de la Convención de Lomé IV establecida en 1989 con la entonces Comunidad Europea para la recepción de la ayuda concedida por el Fondo Europeo de Desarrollo (FED).

El CARIFORO surgió por la necesidad que había de coordinar estas ayudas europeas en un entorno de cooperación e integración regionales a raíz de la participación de la República Dominicana y Haití, los dos estados que conforman la isla de La Española, en Lomé IV, toda vez que el país hispano y su vecino francófono no eran miembros del CARICOM y la Secretaría de este organismo ya no resultaba suficiente para monitorizar los recursos FED destinados a la región.

El mandatario participó también bajo la sombrilla del Centro Carter de Atlanta, de cuyo Consejo de Presidentes y Primeros Ministros del Programa de las Américas se hizo miembro en 1997, en los trabajos de la Agenda para Las Américas, la iniciativa inaugurada en 1994 a instancias de Estados Unidos para crear una vasta área de libre cambio panamericana en torno a 2005. El 16 y el 17 de abril de 1999 Fernández volvió a captar la atención del hemisferio al dirigir en Santo Domingo la II Cumbre de la Asociación de Estados del Caribe (AEC), foro que integraba a 25 países ribereños y que en aquella ocasión sentó las bases para el establecimiento de una zona de libre comercio propia. Por otro lado, la República Dominicana fue admitida en el Grupo de Río en junio de 2000, coincidiendo con la XIV Cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno en Cartagena de Indias, Colombia.

Mejoraron asimismo los tratos con Haití. Así, en junio de 1998 Fernández realizó en Puerto Príncipe la primera visita de un presidente dominicano desde hacía nada menos que 62 años, siendo recibido por su homólogo haitiano, René Préval.

Estas verdaderas deportaciones encubiertas de población propia, que habrían provocado un gran escándalo en un país más sensibilizado con los dramas de la inmigración ilegal (no menos dramática resultaba la emigración ilegal por mar de los boat people dominicanos, negros y no negros, a Puerto Rico), ilustraron el arraigo de los sentimientos de superioridad o los prejuicios raciales de ciertas élites nacionales, para las que, al parecer, no contaban para nada los derechos más elementales de un dominicano de nacimiento si se sospechaba que sus padres, sus abuelos o ancestros aún más lejanos eran oriundos de Haití.

El disgusto social apuntado en las legislativas de 1998 volvió a pasarle factura al PLD en las presidenciales del 16 de mayo de 2000, que fueron ganadas por el candidato del PRD, Rafael Hipólito Mejía Domínguez, cuyo programa otorgaba prioridad al capítulo social. El postulante del oficialismo, Danilo Medina Sánchez, secretario de Estado de la Presidencia en estos cuatro años, ex presidente de la Cámara de Diputados, responsable de la campaña electoral del PLD en 1996 y hombre de la máxima confianza de Fernández, sufrió una abultada derrota con el 24,9% de los votos, justo la mitad de los cosechados por el perredeísta.

Aunque técnicamente debía disputarse una segunda vuelta porque Mejía no alcanzó el preceptivo 50% más uno por unas pocas miles de papeletas, Medina arrojó la toalla tras constatar que no iba a recibir el apoyo del PRSC, es decir, a repetirse el escenario de 1996. Balaguer, en su novena liza presidencial (pese a estar ya completamente ciego, sordo e incapacitado para hablar o mantenerse en pie más que unos pocos minutos), quedó en un meritorio tercer lugar y a punto estuvo de desbancar a Medina. Balaguer iba a fallecer en julio de 2002, ocho meses después de extinguirse también el otro ilustre nonagenario de la política nacional, Bosch.

 

FUENTE: CIDOB

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